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Tan sencillo como escuchar

Carlos Hernández Millán

Quizá el mayor peligro al que se enfrenta la democracia es la desafección. Las encuestas lo dicen cada día con más claridad: el nivel de confianza de los ciudadanos en la política se desploma, cada día es menor. Nos hemos acostumbrado a que se establezca una distancia casi insalvable entre los que administran y los administrados, entre los que gobiernan y aquellos que son gobernados, entre los que se dedican a la política y cobran por ello y los que con sus impuestos sufragan lo que cobran los de la política.

No debería darse lugar a que la gente sienta que no se la escucha. Ni debería darse lugar a que los ciudadanos se sientan desamparados. Y lamentablemente esto ocurre en demasiadas ocasiones. Piden los ciudadanos que se les escuche, que se les haga un poco de caso. Y no lo piden por pedir; en el caso que nos ocupa lo piden, desde mi punto de vista, por dos razones fundamentales. La primera de ellas tiene que ver con razones urbanísticas: con la anchura y amplitud de sus calles y aceras, que les impediría transitar con algunos vehículos y maquinaria agrícola; con un difícil acceso a sus patios y cocheras, elementos fundamentales en la vida de este pueblo; con la posibilidad de que puedan darse problemas de humedad en las vi viendas si llueve, por la ausencia de impermeabilización en las aceras que presenta el proyecto … Los vecinos necesitan que las obras les sean de utilidad y no un impedimento para llevar a cabo su trabajo que, como todos sabemos, en la mayoría de los casos tiene que ver con la agricultura.

Pero piden ser escuchados por otros motivos tan importantes, o quizá incluso más, que los anteriores, y mucho más íntimos. Lo piden por su pueblo. Por su modo de vida. Por sus recuerdos y por la memoria que los ha hecho así.

En eso andan nuestros vecinos y vecinas de la Nava. Se han manifestado en su pueblo, han acudido a los medios de comunicación, se han concentrado en la plaza de la Iglesia… y su queja, obras aparte, sigue siendo la misma: que no se les escucha. Que se sienten desamparados. En un sistema como el nuestro, donde se supone que los políticos están para defender los intereses del pueblo, para preocuparse por ellos… ¿puede haber algo más triste que una situación así? La lucha de esta gente, de nuestra gente, sus movilizaciones, aparte de tener toda la legitimidad del mundo, es una lucha por su pueblo, por sus calles, por sus casas, por sus hogares. Eso la llena de legitimidad, por supuesto, pero también de razón. Defienden la necesidad de las obras pero defienden también la necesidad de que su entorno sea reconocible para ellos, que no les usurpen su pasado y su recuerdo, que no desaparezcan los espacios donde ellos jugaron de niños y donde juegan sus hijos, por donde pasearon sus padres y abuelos. Defienden su vida tal y como la han conocido y como les gusta. Y anuncian que no van a parar. Lógico. Porque ante algo así no se puede parar. ¿Pararíamos alguno de nosotros si fuese nuestra casa, nuestro hogar?.

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