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Morricone: La muerte tiene un precio

Lázaro Fernández – Falcón González,
Profesor de Piano del Conservatorio Profesional de
Música Tomás de Torrejón y Velasco de Albacete.

Si la muerte tenía un precio para Sergio Leone, la vida de un grande puede ser un regalo para muchos de nosotros. La de Ennio Morricone, entregado en cuerpo y alma a dar sentido emocional a las imágenes de las películas que acompañaban a su música, lo ha sido para varias generaciones de amantes del cine que hemos podido disfrutar de ella. Sorprendente en ocasiones; histriónica a veces; fácil y aparentemente sencilla otras, pero complejamente elaborada a base de geniales contrapuntos o cortos y atrayentes leitmotivs programados para aproximar al oyente a un sublime éxtasis cercano a lo que debe ser el cielo particular de cada uno. Pienso en cuatro secuencias cinematográficas en las que tal vez se pueda resumir el espíritu del compositor: sin su certera música, el cigarrillo de Clint Eastwood, el bueno, vértice del clásico triángulo mortal, no podría haber encontrado el sitio más adecuado en la comisura de sus labios mientras sus recelosos ojos aguardaban el movimiento rápido de una muñeca; sin esos acordes la firme Custodia sujetada por Jeremy Irons como quién se aferra a su último aliento quizás no hubiese bendecido tan solemnemente a los evangelizados indígenas de una azotada Misión en las cumbres paradisíacas de las cataratas de Iguazú, volando lentamente con alas de gaviota sobre las delicadas manos del Padre Gabriel, las mismas que antes nos habían transportado a la Gloria en uno de los más bellos motivos melódicos jamás escritos; sin la preciosa pieza romántica tras las ondulantes escalas jazzísticas del piano sobre los océanos armónicos de Tim Roth no hubiéramos admirado con la misma profundidad la belleza de una joven chica de rubios cabellos detrás de una fría ventana descubriendo el mar azul del eterno hogar del intérprete y tal vez las lágrimas inherentes a la escena final protagonizada por el frustrado operador de cine de pueblo Jacques Perrin nunca se deslizarían por las mejillas del espectador, embaucado por el grandioso e imprescindible tema de amor de su banda sonora – tema transmitido quizás genéticamente a la irremplazable inspiración juvenil de su hijo Andrea – y rendido ante el apoteósico final de esa maravilla del séptimo arte. El año pasado tuve la ocasión de asistir a la última visita musical del genio a Madrid y disfrutar de un concierto fuera de serie en un Wizynk Center abarrotado y deseoso por fin de ver y escuchar al nonagenario maestro. Algunos ojos humedecidos de sus incondicionales relucían a mi alrededor, más visibles todavía al reflejo de los cálidos focos del escenario y podían adivinarse emociones a raudales en callados suspiros que se alzaban al firmamento colectivo a cada nota de ese celestial espectáculo. Ennio ejerció de oficiante y mediador entre nosotros y el más allá sonoro, en una ceremonia que trataba de elevar al público a las esferas donde ni las palabras ni las imágenes pueden llegar. Acaso solamente los sueños. Sumidos en ellos, nos transportó esa mágica noche, junto a la impresionante orquesta y el uniforme coro, al lugar donde tanto cuesta llegar y que está reservado únicamente para unos pocos que pueden conducirte hacia él en tan escasas ocasiones. Ese lugar donde probablemente Morricone debe de haberse establecido ya con un oboe entre sus dedos, con miles de partituras debajo del brazo y con algunos sobrantes recortes a medio quemar de pequeños retales de celuloide que custodiarán para siempre censuradas escenas de largos besos prohibidos salvados del fuego. Besos semejantes a los que desde aquí abajo, en el momento de su triste e inesperado fallecimiento, le devolvemos con agradecimiento por haberlos recibido de él durante tanto tiempo en nuestros oídos a través de los sugestivos labios de su fascinante Música.

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