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Las madres de la posguerra

Por Manuel Torrecillas

Recibo una llamada de mi amigo Mariano Andújar. Me pide que escriba algo para un número especial del entrañable periódico El Faro de Hellín, que celebra su décimo aniversario con más de quinientos números a sus espaldas.

¡Enhorabuena, Mariano y Miguel! –padre e hijo–: habéis conseguido un hito con un periódico de papel, lo cual en estos tiempos es muy difícil.

La familia Andújar es una saga que lleva varias generaciones dando al mundo poetas, escritores y periodistas. Me acuerdo mucho, por ejemplo, del tío de Mariano, D. Antonio Andújar, director durante muchos años del inolvidable periódico “La voz de Albacete”; pero también quiero hacer un encendido y pequeño homenaje con mi recuerdo a su hermano, Juanin Andújar, que fue un gran amigo mío y quiso al Hellín Deportivo y a la ciudad de Hellín más que nadie.

Toda la familia ha sido siempre muy querida por la bondad, nobleza y sensibilidad que ha derrochado.

Como me imagino que escribirá mucha gente sobre el Hellín de estos últimos años, quiero reivindicar una petición que hice al ayuntamiento con la ayuda de mi amigo Antonio Moreno, y que ya reproduje en mi primer libro, “Don Pasivo”, con estas palabras:

El 1 de abril de 1939 se declaró el fin de la guerra. Poco a poco se fue recuperando la población, así como la vida en la ciudad. Los primeros meses de la posguerra fueron muy duros: hubo escasez de alimentos, ropa, calzado, combustible… Estaba todo racionado y había grandes colas para obtener cualquier cosa que se necesitase. Además, el ochenta por ciento de los billetes que, antes del enfrentamiento que dividió al país, eran de curso legal, ya no valía absolutamente nada. De poco sirvió la previsión de quienes con tanto celo los habían escondido hasta debajo de las piedras.

En aquellos meses, el que tenía un vehículo difícilmente podía utilizarlo, porque no había gasolina. Se recurrió entonces al  gasógeno, un invento reciente con el que se obtenía un combustible gaseoso a partir del carbón o la leña. Aplicado a los coches, producía un olor muy desagradable y, además, estos iban muy lentos. El que tenía una bicicleta con neumáticos en condiciones era un privilegiado, pues con ella se podía desplazar lejos, en busca de aldeas y casas de campo donde le pudieran facilitar aceite, harina, patatas, huevos y otros alimentos. Eso sí, había que llevar otras cosas para hacer trueque, ya que el dinero no corría.

Sin duda, las verdaderas heroínas de aquel entonces fueron las madres, que, para dar de comer a toda la familia, se las arreglaban como buenamente podían. Además de cocinar, cosían, cortaban el pelo a niños y mayores, fabricaban ellas mismas la ropa de la familia (pagando por la tela 5 pesetas a la semana) y hasta el calzado, cuya vida alargaban al máximo: si sus hijos llegaban a casa con un agujero en la suela del zapato, le introducían un cartón y asunto resuelto. ¿Acaso semejante muestra de generosidad y altruismo no merece una mención especial, siquiera en forma de placa, o el sencillo gesto de poner a una calle el nombre de “Las madres de la posguerra”? Es posible que ya no quede ninguna viva, pero el agradecimiento de la ciudad debe perdurar en el recuerdo para siempre.

Agradezco vivamente a Mariano y su hijo que me hayan honrado con el privilegio de escribir en su semanario estas humildes palabras con motivo de tan señalada celebración.

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