Sol Sánchez
Conocí la Cuaresma, un mediodía sentada junto a mi familia alrededor de la mesa, cuando mis pies aún no llegaban al suelo.
Miré a mi padre y noté que tenía barba de varios días, a la vez, mi madre no dejaba de encender mariposas de luz.
Los ojos vidriosos y llenos de Fe de los dos me susurraban la tradición que se iría arraigando en nuestras entrañas.
El privilegio de nacer en un pueblo con duende…
Cuarenta días que trascienden a la Religión.
Cuarenta días que nos hacen mirar el calendario.
Cuarenta días similares al estado del enamoramiento.
Días en los que desempolvaremos nuestro tambor y nos fundiremos con él en el primer redoble.
Días en los que la luna irá tomando forma y la primavera nos contemplará desde el horizonte, y si os fijáis con detalle, veréis que, hasta las golondrinas, durante estos cuarenta días bailan otra danza.
A veces, con el paso del tiempo, he llegado a creer que la Cuaresma nos pertenece, que es nuestra, que la hemos creado los hellineros, que se esconde cada viernes entre los potajes de panecicos, en cada campanada que marca las horas hasta la Semana más mágica del año…, en la que bailaremos con la tradición y las mariposas revolotearán en nuestro estómago…
