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‘La brisa helada de Enero’.

Qué curioso el diario y que mágicas sus palabras. Era un ayer en tiempos de un presente sin futuro.
Releía una y otra vez esas páginas con aroma a lágrima ahogada.

Triste, pero real.
Fantástico, pero efímero.

Fueron maravillosas las noches en las que parecíamos una danza de llamas a punto de consumirse. Mezclábamos tinto de verano con besos a la luz de la luna, pero algo me decía que tuviera cuidado. La mano del destino traía consigo un cuchillo de doble filo y no sabía de qué parte tomarlo.

El despertador se hundía en una desesperada lucha contra una apenada injusticia.
El caballo de Troya había dado su último golpe de Estado en las llanuras de mi agotado camino. No podía continuar. Necesitaba ayuda, ansiaba oler de nuevo el olor puro de rosas camufladas en aires siberitas y frívolos.

La gravedad de mi cuerpo y alma dormían en lugares dispares, en el plácido espacio de una herida casi curada y una tumba semicerrada.
Sus pupilas ya no eran mi debilidad, no desde el día en el que su rencor miraba con recelo mi felicidad.

Di oportunidades como templos, pero mi ignorancia terminó por comprender que, para evolucionar, terminaría por ser un mal ejemplo.
Parecía que tenía un fetiche con complicar todo, creyendo que sin racionalidad y sentido común cultivaría un huerto de amor incondicional y sempiterno, cuando la sorpresa fue que la tierra era alérgica al abono.
A mi comprensión, mi afecto, mi cariño, mi preocupación, mis ganas de ser tu lincántropo en noches de verano y tu fénix en la cúspide de nuestros sueños.

Las estrellas trataban de brillar, pero conforme las horas iban pasando más asumido en la oscuridad me sentía. Sus dulces palabras, caricias y abrazos deleitaban un cascanueces a doble tempo que retrasaba ese apocalipsis a punto de arrasar mi conciencia.

No era suficiente, mis suspiros se encarcelaban en constantes preguntas sumergidas en preocupación de las que no podía escapar.

Maldito aquel día que firmé una vida por delante, un mundo que jamás sería derrumbado, una cadena de hierro que nunca despegaría de mi tobillo.

Tuve que decidirme entre sonreír bajo una capucha hecha de sustancias inflamables o llorar encima de un Sol resplandeciente en el horizonte de Hollywood.

Poco a poco, ella, desconcertada, bajó el volumen de sus latidos y su corazón comenzó a bailar arrítmicamente.

– Siento que despiertes de un sueño que no pretendía destruir. Siento que mi vida haya quedado a manos de un crimen descubierto por la sangre derramada de mis ahogadas promesas.

Todo comenzó a girar, las ventanas estallaron y un tremendo agujero negro calló nuestro clamor.

Habíamos partido a una dimensión donde el día se transformó en noche y el piano sonó a las últimas palabras de Romeo y Julieta.

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