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Jugábamos…

Por Sol Sánchez

Jugar era un acto maravilloso que formó parte de nuestra vida. Nos enseñaba a vivir en libertad en las calles, sin peligros que nos acecharan. Sin apenas coches. Nos divertía jugar con cualquier cosa. Fuimos una generación de niños con una gran capacidad de imaginación.

Siendo muy pequeños, a muchos nos encantaba jugar a imitar a los adultos, introduciendo los pies en los zapatos de los mayores. Algo parecido a los malabarismos. Corríamos sobre el palo de una escoba, simulando a las brujas de los cuentos. Luchábamos con las perchas, como los mejores espadachines. Construíamos zancos, con cuerdas y botes de aluminio vacíos. Hacíamos collares con las agujas de los pinos. Saltábamos sobre los colchones de las camas. Buscábamos formas en las nubes y capturábamos pompas de jabón.

Se nos pasaban las horas intentando levantar figuras sobre la mesa, con las cartas de la baraja española. ¡Crecimos jugando!

Vendían unas láminas recortables, en las que venía una muñeca con sus vestidos. Nos entretenían mucho. También las había para niños con coches, motos, tanques y camiones.

Recortables que había que montar, ayudados por el pegamento.

En los inviernos, las niñas se reunían en las escaleras del portal. Cada una llevaba una muñeca de plástico, dentro de una caja de zapatos. Con trozos de trapos viejos, se les confeccionaba ropa. Era muy típico jugar a “mamás y papás” a las “tiendas”, a todas las formas de vida cotidianas. Estaba de moda el Maletín de la Señorita Pepis, cocinitas, carros de paseo. A veces jugábamos en medio de un garaje, una casa abandonada, en la cámara de los abuelos, lugares de juegos en el que nos sentíamos soberanos y adultos.

Los niños de antaño, éramos como una bomba de relojería. Tocábamos a los timbres y salíamos corriendo. Encerrábamos a los amigos en los portales y allí se quedaban durante horas.

Perseguíamos a los gatos. Tampoco faltaban los enfados… ¡En fin…”pelillos a la mar”!
Una goma de distintos colores se puso de moda y durante una temporada, consiguió tenernos bastante entretenidos. Olía fatal y se alargaba y reducía por todas partes. Se llamaba Blandi Blub. En las carteras del colegio, las sayotas de casa, hasta en el pelo, nos aparecía siempre esa goma. Los niños jugaban al scalextric, a las canicas y las guerras. Las diligencias y los muñecos, Airgam Boys, A la peonza. Entonces estaban muy de moda, las bolsas en cuyo interior encontrabas figuras en plástico duro de colores simulando vaqueros, indios, arcos, flechas, caballos y todo tipo de animales. También solían pasar horas con la pelota, creándose porterías con dos piedras.

En la niñez, se dedicaba tiempo a los cuentos. Generalmente en los días de lluvia, o muy fríos. Ilustraciones que a todos nos transportaban a mundos desconocidos, llenos de paisajes y escenas cercanas o soñadas, Cuentos troquelados, en los que al abrir sus páginas, aparecían castillos, bosques, lugares encantados. Elegir un cuento a la hora de comprarlos, o cambiarlo, era apasionante. ¡Los queríamos todos!

Y qué decir de los tebeos. En los hogares en los que habitaban niños, había tebeos por todas partes. Historietas de Zipi y Zape, Hermanas Gilda, Petra, El botones Sacarino, Carpanta, Mortadelo y Filemón…

El tiempo pasaba ante nosotros, ajenos a los relojes y las prisas, a los problemas y responsabilidades. Estaban los juegos de mesa: Juegos Reunidos Geyper, Parchís, Monopoly, Lotería, en los que aprendíamos a ganar y perder, como más tarde nos pasaría en la vida.

Tardes de plastilina y composiciones con palillos y pegamento Imedio.

Fuimos creciendo. Los juegos eran compartidos entre los chicos y chicas del barrio. En verano solíamos bajar a la calle mordisqueando nuestros bocadillos, a partir de las seis, cuando el sol ya no calentaba tanto. Había veces, que nos íbamos al parque a lanzarnos por los toboganes oxidados y por el resbaloso. La gran mayoría de tardes, nos quedábamos en el barrio. Jugábamos al escondite, a las prendas, al pañuelo, a la Gallinica ciega, saltábamos a la comba y la goma, sumábamos tabas, chapas. Pintábamos rayas sobre el asfalto, intercambiábamos cromos de moda, hacíamos el pino y lanzábamos piedras sobre una lata, hasta derribarla. Veíamos películas en el Cinexin. En ocasiones, nos tirábamos sentados sobre cartones por montículos de tierra y cuestas.

Entre pelotas, gomas, cromos y conversaciones, se instalaba un buen día sin avisar y quizá, a nuestro pesar, la sensación de vergüenza y las transformaciones físicas. Éramos niños sobre un puente que nos iba conduciendo a la madurez, entre hallazgos y abandonos, que poco a poco nos iba separando de aquella hermosa forma de vida. De nuestra base de seguridad. Nada podíamos hacer ante un destino cambiante. Nuestras madres, guardaban los muñecos de peluche por falta de uso.

Los álbumes de cromos de las series infantiles, dormitarían en las estanterías, olvidados. Comenzarían los enfrentamientos con nuestros padres, al ir imponiéndose nuestra nueva personalidad.

Los albaricoqueros serían habitados por otros niños más pequeños.
En alguna parte de la barriada, deben estar guardadas nuestras voces, unidas a aquellos juegos de antaño en los que te pillé y me pillaste. Te busqué y me buscaste. Lloré y me hiciste llorar, en uno de los barrios como tantos otros, de una hermosa villa, llamada Hellín.

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