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El riesgo de opinar

Bajo el volcán

Juan Bravo Castillo

Decía Proust: “el yo que veis nada tiene que ver con mi verdadero yo”. Y tenía razón. Casi todo el mundo, desde que alcanza el uso de razón, forja opiniones —más o menos esbozadas— sobre todo y sobre todos. El problema es que muy pocos se atreven a expresarlas en voz alta. La mayoría las guarda en la intimidad de su alcoba, y a veces ni eso, por razones obvias.

Tal y como está organizada la sociedad, lo más conveniente es la prudencia, la cautela. Como reza el viejo dicho: uno es amo de lo que calla y esclavo de lo que dice. En otras palabras: miedo. Miedo a ser catalogado, denigrado, vejado. Miedo a ser considerado un bocazas, un indiscreto.

Frases evasivas como: “Mire usted, yo no sé nada de lo que me pregunta”, o un rotundo “ni me importa”, son propias del esclavo moderno, ese que teme el enojo del poderoso y traga sapos y culebras durante toda su vida. Y así muere, sin mostrar jamás su verdadero rostro.

Frente a esos timoratos, están los propagadores de crónicas y confidencias, los que no pueden callarse lo que les quema en los labios. Como aquel Mario Cabré, el torero que, tras pasar la noche con Ava Gardner, salió disparado al amanecer. Cuando la actriz, todavía aletargada, le preguntó adónde iba, respondió sin rodeos: “Pues a contarlo, si no, lo ocurrido carece de importancia”.

Callar o escribir

Es lógico que muchos columnistas de opinión opten, a veces, por irse por las ramas. ¿Por qué? Por muchas razones: por no sentirse respaldados, por miedo a represalias, por temor a quedarse en la calle. Pero llega una edad y una condición en la que, perdida ya toda ambición terrenal, uno se permite opinar libremente. Es la hora de la dignidad.

Y sin embargo, incluso en esa etapa de la vida, sigue habiendo peligros para quienes se atreven a hablar claro. Esto ha vuelto a ocurrir en España. Justo cuando creíamos superados episodios como la célebre demolición del Diario Madrid en tiempos de Franco, pensábamos que ya ningún dirigente pondría en riesgo la libertad de prensa. Y he aquí que el atropello no viene de la derecha tradicional, sino del partido socialista.

Tanto Pedro Sánchez como su consejero áulico, José Luis Rodríguez Zapatero, obsesionados con el control de los medios, han ejercido una presión constante sobre periodistas, programas y comentaristas. Promesas, favores, silencios comprados. El resultado: un confusionismo vergonzante.

Un ejemplo clamoroso: la tertulia política de la Noche en 24 Horas, en un canal público pagado por todos, ha dejado de contar con voces críticas. Todos los que no comulgaban con el nuevo sanchismo fueron excluidos sin explicación.

Soledad del libre pensador

Y así estamos: los que aún seguimos los dictados de nuestra conciencia somos tachados de traidores, incluso por nuestros propios hijos o amigos. Tales son los efectos de esta deriva que nos ha dejado sin referentes: ni un Unamuno, ni un Ortega, ni siquiera un Tierno Galván o un Rubalcaba a quien acudir en busca de orientación en este desorden generalizado.

Nos queda, sin embargo, don Antonio Machado. Siempre él. Aquel que nos recordaba, con su sabiduría de poeta:

“Tu verdad, no. La Verdad / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela.”

Hoy más que nunca, estas palabras resuenan con fuerza. Porque la verdad nunca es propiedad de uno solo, y porque, cuando todo se tambalea, la dignidad es el último refugio.

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