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El gran teatro del mundo

Antonio García

Don Pedro Calderón de la Barca es considerado como el último gran escritor del Siglo de Oro español. Un período de nuestra historia marcado por el florecimiento de la literatura y el arte con una producción, calidad e intensidad que hasta hoy no se han podido superar. El título del artículo corresponde a su, considerada por muchos, obra cumbre del teatro español de aquellos tiempos, y que bien merece una reflexión, a más de trescientos años de la muerte de tan insigne autor.

Esta obra fue representada por primera vez en 1641, el día del Corpus Christi en Valencia. El autor considera el mundo como un gran escenario donde compara la vida humana con una representación teatral. Escenario por el que desfilan diversos personajes, con sus cuitas, sus diversas posiciones sociales y económicas, sus diferentes responsabilidades y sus buenas y malas acciones. Aquellos que actúen con rectitud en la función –la vida- habrán de recibir la salvación o el castigo según hayan obrado bien o mal. En realidad, es una obra alegórica destinada al pueblo, en donde los personajes no son de carne y hueso. Representan otra cosa: el bien, el mal, las virtudes y los vicios, la vida, la muerte… Y en donde solo con la muerte se despierta a la vida.

Y así, desfilan el Rey, la Hermosura, la Discreción, el Rico, el Pobre, el Labrador. El propio autor, que representa a Dios que conversa con los personajes y les entrega las instrucciones para que puedan mostrar su valía a través de sus actos, desde cada una de las posiciones que ocupan. El Niño, que representa la inocencia. Y el Mundo, que es la creación, el Gran Teatro, el escenario, que dota a cada personaje de los instrumentos propios para desempeñar su papel.

En esta pieza teatral, de todos los personajes el único que no se salva es el Rico. En cuanto a los demás, algunos obtienen directamente el premio, otros han de pasar por un período de espera. Pero finalmente obtienen la salvación.

Tal vez ustedes estén de acuerdo en que, en los tiempos presentes y con el lenguaje actual, podría escribirse una obra similar en donde todos nosotros tendríamos una parte a representar. Pues son muchos, muchísimos los papeles a repartir en esta escenificación. Tantos como situaciones vitales.

La cuestión es: Cada uno de nosotros, en nuestra situación particular, en nuestra posición social, condición laboral, fortuna o pobreza, etc., ¿sabríamos y podríamos representar dignamente el papel que nos ha tocado vivir? O dicho de otra manera, ¿sabríamos ser acreedores al Gran Convite final, sea cual sea el rol que hayamos de representar?: rico, pobre, sano, enfermo, rey, labrador, venturoso o abandonado de la suerte…

Si es claro y patente que en el mundo siempre existirán las diferencias, que jamás seremos iguales en aptitudes y fortuna, ¿cuál es entonces el camino? ¿Habremos de pasarnos la vida soñando que queremos ser “otra cosa”, que podríamos ser otros con mejor destino? ¿Que debería habernos tocado otro papel en el reparto de esta grandiosa obra de la vida? Y así, en consecuencia, pasarnos la vida soñando en lo que somos y en lo que quisiéramos ser…

En otra obra del mismo autor, “La vida es sueño”, Segismundo, el personaje principal termina una estrofa diciendo: <<… y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende>>. Pero el tema central de la obra es la libertad de cada ser humano para ordenar su propia vida, sin dejarse llevar por “el destino”.

La famosa frase “nadie está conforme con lo que tiene” es bien cierta. Pero yo diría más: ¿y está conforme con lo que “es”?

No piensen, amigos, que quiero conducirles a la resignación, al conformismo. No tiene nada que ver. Más bien quiero referirme a la dignidad. Pero no a esa clase de dignidad mundana que consiste en puestos de honor, prerrogativas y cargos de alta consideración social. Sino más bien a nuestra propia dignidad como seres humanos, a la honra, el pundonor, la autoestima. A la noble grandiosidad de nuestra naturaleza. A nuestra valía, sano orgullo y amor propio por el solo hecho de ser “personas”. Por el solo hecho de ser hijos de Dios pues, si no, ¿bajo que otra premisa somos todos dignos de respeto?: el rey, el siervo, el pobre, el rico, el labrador, el niño o el anciano, el “útil” y el enfermo…

También suele decirse “tanto tienes, tanto vales”. ¿De verdad? Desgraciadamente muchos lo creen así. Y esa es nuestra mayor desgracia. Porque si el “valor” consiste en “tener”, me parece que nos hemos equivocado de camino.

Es legítimo, necesario y hasta obligatorio que cada uno de nosotros luchemos, trabajemos, nos esforcemos hasta donde cada cual pueda o quiera. Y es lícito y razonable que todos deseemos e intentemos mejorar en todo aquello que podamos. Pero la gran cuestión es si, estemos donde estemos, tengamos lo que tengamos, suframos o gocemos, sabemos representar con decoro, pundonor y honra el papel que nos toca vivir en este gran teatro del mundo. Sabiendo que, antes o después, la función terminará y todo nos será arrebatado. Es decir, si sabemos encontrar en cada situación de la existencia lo más grande que tenemos: la propia vida y nuestra relación con Aquel que nos la dio.

Amigos, concluyo. Aunque el papel que a cada cual le toque sea muy complicado y a simple vista poco “lucido”, puede resultar muy admirable si el protagonista lo sabe vivir con seriedad y ser un ejemplo de dignidad humana.

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