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Bajo el volcán

Juan Bravo Castillo

El Adjetivo

          Únicamente conozco un diez por ciento de la inmensa obra de Josep Plá, pero les aseguro que, de tener años por delante, haría lo mismo que hizo Stendhal con Shakespere, iniciarme en la lengua del escritor con el fin de degustarlo a mis anchas. Plá es un narrador inmenso, genial, a la altura de Baroja, o de Montaigne, o de La Bruyère. Y, a quien lo dude, le aconsejo que lea ese monumento del memorialismo lindando con lo autobiográfico rusoniano que es El cuaderno gris, voluminoso e inmenso libro del que se prendó nada menos que Dionisio Ridruejo, que desgraciadamente falleció antes de ver editada su traducción; o su conocido Viaje en autobús, excelente obra que durante años ha sido libro de cabecera y motivo inspirador de mi buen amigo Ramón Bello Serrano, apasionado de Plá, a quien lleva, como a Balzac (les puedo asegurar que tuvo la paciencia de leerse de arriba abajo los 82 volúmenes de La comedia humana de la colección Aguilar, que heredó de su añorado padre, el cual consumió muchos años de su fecunda vida analizando sus personajes y los de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust), en vena.

          Si hablar con Ramón de Literatura es un deleite por el entusiasmo que pone, hacerlo de Plá es un puro encanto. Y es que, le basta oír evocar su nombre, para que de inmediato cruce por sus ojos algo así como una chispa de ironía volteriana. Uno de nuestros temas favoritos es ahondar en esa singular entrevista que le hizo el gran Joaquín Soler Serrano en su serie A fondo, en 1980, tres o cuatro años antes de su fallecimiento, y que se puede revisar por internet tal cual (¡qué suerte si no la ha visto, como decía José Luis Garci cuando presentaba Sed de mal, porque puede sacar el reclinatorio y verla hoy mismo!). Un Plá inspirado (Ramón sostiene, como cuando alude al hecho de que Dalí viera en el célebre lienzo ·El ángelus de Millet un pequeño ataúd con un niño muerto junto a los pies de los dos campesinos orantes, que la inspiración podría tener un deje etílico). Es posible, pero lo esencial es el estado de gracia y la hondura de la conversación con el maestro murciano.

          Y es que, en medio del repaso que hace de su dilatada vida (“Pero si yo no soy más que un pobre campesino, un parlanchín, ¡hombre!”, repite una y otra vez con gesto más presocrático que socrático), de su mundo, de sus fecundos viajes (el único escritor español que presenció “la marcha sobre Roma” de Benito Mussolini y el fascio), y de la doble moral de la burguesía catalana (¡Ay, si hubiera visto a esta jauría de energúmenos y energúmenas!), o de los escritores de su tiempo (“Azorín, sí señor, gran escritor; el problema es que, como levantino, desconoce el castellano, y se limita a escribir sujeto, verbo y predicado: “el cielo es azul”, “la mujer es alta”), y su concepción de la lengua castellana como una pescadilla que se muerde la cola o de la existencia como un continuo subir y bajar, bajar y subir, o su admiración de raíz stendhaliana por la civilización italiana (su amor por la mamma, por las señoritas, por la vida acomodada. Pero nada de guerras: su espíritu bélico acabó con Adriano), y que concluye con una frase inigualable: “Póngale un bello atuendo a una campesina lombarda y parecerá una princesa; pongáselo a una dama de posibles española y parecerá una campesina”. Admiración por la dulce Italia que se extiende al arte e incluso a la política con la excelsa figura de Maquiavelo, no el de “El Príncipe”, sino el de los “Discursos sobre la primera década de Tito Livio”, inigualable.

          Y, para culminar, el gran momento, el inolvidable momento con el que, como la pescadilla de la que hablábamos, cuando le dice, medio en serio, medio en broma a su interlocutor, que gentilmente le da fuego para que encienda un cigarrillo de “caldo de gallina” que se acaba de preparar: “el adjetivo, amigo mío; ahí radica todo el secreto de la lengua. Por eso fumo este tabaco. Mientras me lo preparo, lo busco, exacto. Es muy raro dar con él, pero, cuando se encuentra, ¡qué satisfacción! Entonces te vas a tu casa, te metes en la cocina y te preparas una tortilla a la col. Por un instante así, merece la vida haber vivido. Y, para quien piense que es una boutade, que coja unas cuantas páginas de El cuaderno gris y observe la extraordinaria paleta de excelso colorido. ¡El adjetivo, lo es todo!

 

 

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