sábado, diciembre 13, 2025
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Apuntes sobre la novela (III)

Bajo el volcán

  Juan Bravo Castillo
 
Después de un siglo apasionante, el XIX, en que la novela alcanzó su más grande timbre de gloria; un siglo en el que el género intentó emular, primero, a la Historia, y ya bien entrada la segunda parte del mismo, a la Ciencia; fallecidos Balzac, Dickens, Stendhal, Maupassant y Dostoievski, y aunque vivos todavía Zola, Tolstói y Galdós, que, agotados ya todos los temas, tuvieron que recurrir al espiritualismo, la tan temida crisis se hizo patente, y muchos críticos pensaron que era el final de la novela.

Sin embargo, y de repente, en aquel París exuberante de la bohemia, centro artístico del mundo, surgía, a caballo entre los dos siglos, una voz personalísima, que iba a revolucionar la imagen del género, su nombre, Marcel Proust (1871-1822), un genio que lo daría todo por la escritura, con una obra colosal, En busca del tiempo perdido, en seis volúmenes, inacabada, pero de la que el autor había escrito el principio y el final al mismo tiempo, y poco a poco fue insuflándole materia narrativa.

Casi al mismo tiempo, en Irlanda —tierra que ya había dado a luz genios de la talla de Sterne y Oscar Wilde— surgía un nuevo genio, sin paliativos, James Joyce (1882-1941), que con su libro Ulysses (1922) revolucionaba el género, sirviéndose de una técnica revolucionaria, el monólogo interior, que, aunque no había sido un invento suyo, lo utilizó con tal maestría, que se convirtió en instrumento imprescindible para mostrar la interioridad de los personajes. Una técnica próxima al psicoanálisis.

Y, junto a estos dos insignes maestros, una dama inglesa, casi autodidacta, Virginia Woolf (1880-1941), autora de novelas impresionistas como Mrs. Dalloway (1925), Al faro (1927) y Las olas (1931); y un norteamericano, William Faulkner (1896-1961), autor de El ruido y la furia (1929), Santuario (1930) y Luz de Agosto (1932), ideador del condado de Yoknapatawpha (que serviría de marco a casi una docena de sus libros); Faulkner, por cierto, fue el único que halló el reconocimiento universal, con el Nobel.

Y no podemos pasar por alto al quinto, el checo Franz Kafka (1883-1924), autor de un conjunto de relatos y novelas inacabadas, como El proceso y El castillo, que, junto con La metamorfosis, constituyen una obra extraña y única.

Estos cinco genios constituyen la puerta que da acceso a la novela actual; desde la novela surrealista, a la existencialista, la novela-río, la expresionista, el neorrealismo italiano, el nouveau roman y, en especial, la gran novela inglesa y norteamericana, el road movie, y, obviamente, el boom hispanoamericano, que vendría a ser como el Missouri, que se une al Mississippi en San Luis.

Novela onírica, novela comprometida, novela de horror, novela de misterio, novela bélica, novela biográfica y autobiográfica, de memorias, todo cabe, todo lo asimila, todo lo refleja, como el espejo stendhaliano. Novela histórica, novela utópica, novela ucrónica, novela policiaca, o la nueva novela picaresca, el abanico es inmenso.

La novela inglesa y norteamericana, a diferencia de la rusa, lidera el marco novelístico desde que, con el final de la Primera Guerra Mundial, eligen París los novelistas de moda, agrupados en torno a la millonaria Gertrude Stein, ideadora del término lost generation con el que alcanzarían la inmortalidad literaria Hemingway y Scott Fitzgerald (autor de esa perla conocida como El gran Gatsby), y, junto a ellos, Dos Passos, John Steinbeck, Henry Miller, Dashiel Hammett, Raymond Chandler, Aldous Huxley, Anthony Burgess, Lawrence, Golding, Doris Lessing, Lawrence Durrell, Malcolm Lowry y un sinfín de nombres que culminan con el recientemente fallecido Paul Auster.

La novela francesa, de altísima calidad, aunque no tan prolífera: la existencialista, con Jean-Paul Sartre (célebre autor de La náusea), Albert Camus y su inmortal Étranger, Simone de Beauvoir, Gide, Malraux, los autores del Nouveau roman (Robbe-Grillet, Butor, Claude Simon), y Pérec, Le Clézio, Modiano.

La novela alemana, con Thomas Mann, Hesse, Döblin, Broch, Musil, Jünger, Canetti, Erich Maria Remarque y Günter Grass. Nombres inmortales, sin duda. Como lo son los de los italianos Lampedusa, Pavese y Calvino. Y eso sin hablar de los españoles Baroja, Unamuno, Cela, Martín Santos, Sánchez Ferlosio, Benet, Marsé, Martín Gaite, Mendoza, Javier Marías, Luis Mateo Díez, Muñoz Molina, Landero, Trapiello y otro sinfín de nombres de altísima calidad, junto con los grandes monstruos del boom hispanoamericano: García Márquez, Carpentier, Mújica Laínez, Rulfo, Sábato, Onetti, Cortázar, Vargas Llosa y el eminente Jorge Luis Borges. Todo un universo de estrellas, deudoras de Cervantes.

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